La construcción de una ópera hoy

Por Juan Ángel Vela del Campo, Justo Navarro y José Luis Turina

(Ponencias incluidas en la mesa redonda del mismo título dentro del curso La ópera trascendiendo sus propios límites, celebrado durante los "Encuentros de Estío 2003" de la Universidad de Valladolid, y publicada por el Centro Buendía del Vicerrectorado de Relaciones Institucionales. Valladolid, julio de 2007)


A modo de introducción, por Juan Ángel Vela del Campo
DQ. El libreto, por Justo Navarro
DQ. La música, por José Luis Turina


A modo de introducción

Por Juan Ángel Vela del Campo
Crítico musical

Después de la apasionante exhibición desde diferentes ópticas de la ópera contemplada como hecho histórico-cultural, esta sesión ofrece la oportunidad única de contar con el libretista y el compositor de una ópera para que, entre ambos, revelen los procesos de creación y su desarrollo en cada uno de sus respectivos ámbitos expresivos, que acabarían confluyendo en ese producto artístico que es D.Q. (Don Quijote en Barcelona). Justo Navarro y José Luis Turina iniciaron esa aventura emocionante que es escribir una ópera hoy en día.
Alex Ollé, de la Fura dels Baus, ya adelantó un hecho que verdaderamente me parece muy singular, y es que la iniciativa de toda esta operación que llevó al estreno en el Teatro del Liceo de Barcelona de D.Q. correspondió, en vez de -como siempre ha sido- al compositor o al libretista, a la propia dirección escénica de La Fura. Una vez que decidieron qué ópera y que su estreno iba a inaugurar la temporada del Liceo, buscaron al compositor y al libretista. Cómo fue la génesis, cómo se acercaron al tema, a través de qué tipo de razonamientos o de intuiciones, eso lo van a contar sus protagonistas.
En todo caso, sólo queda adelantar que en el proceso de la elección del libretista, La Fura dels Baus tenía dos candidatos, que eran John Berger y Justo Navarro. En la elección del libretista, que duró unos seis meses, se pretendía contar con un autor en cuya escritura se percibiese todo ese complejo rítmico, fonético, puramente musical de lo que es la literatura. Primero estudiaron alguno de los libros de Berger, como Lila y Flag, pero en cuanto se familiarizaron con La casa del Padre no dudaron en llamar a Justo Navarro, que nunca había escrito un libreto de ópera. Cuando el escritor recibió en su casa de Nerja la correspondiente llamada telefónica dijo, y él mismo explicará por qué, que era la llamada que siempre había estado esperando: una llamada de una ópera sobre Don Quijote. A la postre, si desde la perspectiva de Justo Navarro, como veremos, se interpreta el libreto de Don Quijote en Barcelona como una equivocación, bendita sea la equivocación. Se trata de una fase de un proceso creativo, y en la creación está el riesgo, y en el riesgo la satisfacción o insatisfacción de haber conseguido el fin deseado.
Por lo que se refiere a José Luis Turina, procedente de una insigne familia de compositores y autor, entre otras muchas cosas, de una fascinante obra de variedades como es La raya en el agua (estrenada en el madrileño Círculo de Bellas Artes), de pronto se vio embarcado en la aventura de componer una obra lirica para la apertura de una temporada del Teatro del Liceo, a petición de un grupo tan "aplastante" como La Fura dels Baus. En cualquier caso, debe decirse que La Fura pretendía, desde un primer momento, contar con un compositor "clásico", que integrase los lenguajes, que dominase perfectamente todas las esencias formales del proceso de construcción de una ópera, es decir, con la solidez artística y profesional de alguien como José Luis Turina.
Quisiera, por último, apuntar que se trata de una obra que batió récords en lo relativo a las notas de prensa en la historia del Liceo. Nunca se ha hablado en el Liceo de ninguna ópera tanto como se habló de este Don Quijote en Barcelona. Es un hecho comprobado por mí mismo con las estadísticas del teatro. Por otra parte, también ha sido una de las óperas más censuradas en la historia del Liceo por la crítica catalana y más ensalzadas por la crítica centroeuropea. Todo ello ha llevado a la edición de un DVD que se ha granjeado numerosos premios internacionales. En fin, los protagonistas tienen la palabra.


DQ. El libreto

Por Justo Navarro
Escritor
Quisiera comenzar mi intervención diciendo que estoy muy contento de participar en este encuentro, entre otras cosas, porque me ha dado la posibilidad de reencontrarme con José Luis Turina y con Álex Ollé, a quienes no veía desde la composición de la ópera, así como con la persona que me lanzó al proyecto, Juan Ángel Vela del Campo, a quien estoy muy agradecido porque me permitiera equivocarme tan profundamente -yo creo que me equivoqué profundamente al escribir el libreto de D.Q. (Don Quijote en Barcelona).
Pienso que lo que tiene interés en nuestros encuentros con las personas es que algunas veces tenemos la suerte de que nos transforman. Creo que aquellas personas con quienes merece la pena encontrarse son las que nos cambian, las que nos modifican, las que causan una especie de mutación, que es lo que le pasó a Don Quijote leyendo novelas de caballería. A mí me ocurrió algo parecido cuando me encontré con José Luis Turina y con Álex Ollé y Carles Padrissa de la Fura dels Baus. Recuerdo que, además, nos vimos por primera vez en Madrid, en la Sociedad General de Autores, nos reunió Juan Ángel Vela del Campo, y el primer encuentro fue en la Sala Buñuel... Yo lo vi como algo premonitorio, como un buen signo: una habitación dedicada a un artista que transforma a los que ven sus películas. Así me vi metido en la aventura de Don Quijote en Barcelona.
El riesgo que yo veo cuando nos dicen que hagamos algo sobre Don Quijote es que podemos convertirnos en meros ilustradores de una obra única, inimitable, que sigue alimentando nuestra imaginación pero que siempre será inalcanzable, como cuaquier clásico, que nunca se agota y que nunca terminamos de leer. Yo no quería escribir nada que fuera una ilustración o una ampliación de los episodios de la imaginación de Cervantes, porque lo considero entrar en un terreno que no me corresponde, un terreno que es de todos y que creo que, en ese sentido, no debemos 'profanar'. Me vi pensando en cómo pensamos hoy la figura de Don Quijote: una figura que perseguía fantasmas, los fantasmas de la caballería andante, por decirlo así, y todos nosotros somos 'donquijotes' que persiguen el fantasma de Don Quijote; nunca acabaremos de leer ese libro, será inagotable siempre.
Y ya que tenía que escribir sobre Don Quijote, me puse a pensar cómo nos acercamos a esta obra. En primer lugar, creo que es una novela que no ha leído hoy día casi nadie, más conocida a través del mundo de la imagen cinematográfica o incluso del cómic que directamente a través de Cervantes. Quise que la ópera, que lo que yo escribiera, tratara precisamente sobre ese extrañamiento, esa lejanía que tenemos respecto de la obra de Cervantes, y la ópera arranca precisamente de un mundo absolutamente extraño respecto a Cervantes y a Don Quijote, un mundo absolutamente extraño incluso respecto a la droga que envenenó a Don Quijote, que fue el libro. Un mundo en el que ni siquiera se sabe lo que es un libro. Éste es el punto de partida de la ópera.
En el primer acto, el libreto entra en un mundo en el que se están subastando antigüedades y una de las antigüedades es un libro У nadie conoce lo que es. Saben que es un objeto maravilloso, de ciencia ficción, pues se dice que quien lo miraba veía dentro de su cabeza las ideas que había tenido antes otra persona, y hablaban con la voz de personas que habían existido antes. A partir de ahí, decidí que mi imaginación, mis representaciones de Don Quijote, partieran de episodios concretos de la novela, pero no ilustrándolos ni volviéndolos a narrar, sino viéndolos desde este punto de vista. Así, en el primer acto, la aparición del protagonista entronca con un episodio de Cervantes, como es el descenso de Don Quijote a la cueva de Montesinos.
En el segundo acto imaginé que alguien ya había comprado su Don Quijote y utilicé a unos personajes de Cervantes, que son las hermanas Trifaldi, personajes ligados a un momento fantástico de la obra, como es la aparición de un caballo volador. Y Don Quijote aparece en Hong-Kong en un parque de atracciones, por decirlo así, o en un jardín de antigüedades que tienen las Hermanas Trifaldi. Pero en vez de ver a un Don Quijote heroico, me imaginé a un Don Quijote viejo, decrépito, con costumbres vetustas, al que no le gusta ver a las personas que acuden al jardín de los monstruos de las Trifaldi. Imaginé a Don Quijote como una especie de monstruo, y su monstruosidad era precisamente su ancianidad. Había pensado a Don Quijote como un mutante, una especie de cucaracha de Kafka, porque pensé que se había transformado en caballero andante del mismo modo que otros se convierten en monstruos poniéndose una inyección como le ocurría al Dr. Jekyll con su alter-ego Mr. Hyde. Así imaginé que Don Quijote se volvía monstruo, se volvía viejo leyendo novelas de caballería.
En el tercer acto imaginé un congreso de especialistas sobre Don Quijote en la Barcelona del 2004, donde se está discutiendo acerca de la verdadera autoría de la obra. Y así ligaba con otro episodio de Kafka, un cuentecillo que tiene sobre Sancho Panza, en el que dice que Don Quijote en realidad era el demonio de Sancho que cobró vida y se fue a correr mundo, a vivir las aventuras que aquél era incapaz de vivir. Así se vincula al episodio que Don Quijote corre en Barcelona, ligado además a una cabeza de bronce adivina, que en este caso es un "Golem" que desvela quién es el verdadero autor de Don Quijote. En realidad, era una representación de cómo Don Quijote se había convertido en un elemento del espectáculo de los científicos dedicados a la literatura.
Al principio he dicho que me arrepiento de haber corrido la aventura, en realidad no me arrepiento, pues estoy orgulloso de haberme equivocado tan profundamente. Creo que cuando acepté escribir el libreto de D.Q. yo no estaba preparado para escribir un libreto de ópera. Cometí el error de tantos libretistas contemporáneos de no entender fundamentalmente que la ópera es teatro, y que el teatro exige una atención narrativa, de planteamiento, nudo y desenlace, que no tiene mi libreto. Por otra parte, cuando yo llegué al Liceo de Barcelona, en plenos ensayos de la obra, me sentí un poco abrumado porque yo me dedico a escribir novelas, un género en que el novelista es productor, actor, director, montador... todo. Tres días antes de enviársela al editor puede cortar cuarenta y ocho páginas si se cree conveniente, o incluir sesenta, y no pasa nada; luego, cuando recibe las pruebas puede hacer lo mismo... Puede convertir un libro de cien páginas en uno de ochocientas o transformar un libro de ochocientas en un cuentecito de doce, y no publicarlo, guardarlo. Entonces, cuando llegué al teatro y se me apareció aquella máquina terrible y admirable, a pleno funcionamiento, con la maravillosa escenografía que había preparado el estudio de Enric Miralles, a mí se me cayó el mundo encima. Sobre todo cuando empecé a oír a los cantantes... porque me di cuenta que debía cortar veinte páginas del libreto, que creo que tiene veintidós, y en ese momento ya no se podía parar aquel mundo que me estaba devorando. Era como en los dibujos animados, cuando uno ve que le cae encima un peso terrible y no se da cuenta hasta que ve la silueta impresa en el suelo. Y yo vi esa silueta, y no era la mía, la que yo esperaba ver.


DQ. La música

Por José Luis Turina
Compositor
El sueño de todo compositor es escribir una ópera. Yo tuve la fortuna, hace ya veintitantos años, de ver que una aproximación a la ópera, que fue una ópera de cámara que escribí por aquel entonces (una ópera de bolsillo de tres cuartos de hora de duración, para cuatro voces y una plantilla instrumental de once músicos) basada en uno de los cuadros del Retablo de la Avaricia, la Lujuria y la Muerte de Valle-Inclán, titulado Ligazón, se representara con bastante éxito entonces. La experiencia fue buenísima y, además, sirvió para convencerme de que no debía escribir ninguna ópera más hasta que no tuviera mucho más claro lo que es escribir una ópera. Aquello me pilló relativamente joven, muy inexperto y sin haber resuelto problemas de fondo en cuanto a lo que es crear en este género.
Escribir una ópera es, fundamentalmente, escribir para la voz sobre un texto que se debe decir y se debe entender. Y yo tenía que resolver cómo procesar esos requerimientos según mi criterio y conforme a lo que yo quería hacer. Yo también reconozco que me equivoqué con aquella primera ópera igual que Justo Navarro hace con su primer libreto, pero la experiencia fue magnifica. Todo esto no demuestra sino un aspecto característico de los artistas, como es la insatisfacción crónica. Si uno consigue la obra maestra, perfecta, a los treinta años, deja de escribir para dedicarse a otras cosas (como hizo Rossini, por ejemplo). Si no, sigue intentándolo hasta que se muere, y puede no llegar a conseguirlo nunca. Es un poco como la zanahoria que se pone delante del borrico para que siga adelante, pues siempre lo que uno quiere alcanzar, según evoluciona y conoce otras cosas, está un poquito más allá cada vez. Yo estoy en esa línea, pues aún no tengo conciencia clara de haber llegado a escribir lo que quiero escribir. El ideal de perfección a que uno aspira no llega nunca, es una engañifa, es la trampa que el arte le tiende al artista para que siga produciendo.
Después de Ligazón, me juré a mi mismo que no volvería a trabajar, no ya para la ópera, sino ni siquiera para la voz. El gran reto para el compositor, hoy en día, es el tratamiento vocal; el tratamiento instrumental es relativamente cómodo de manejar, hay muchas soluciones, tantas como acercamientos pueda haber al mismo. Pero la voz es algo muy distinto: la voz posee unos rígidos parámetros de comportamiento y además suma el problema del texto, el de cómo se dice, cómo se canta... Dar a la voz un tratamiento instrumental de forma que el texto sea un mero pretexto para que el cantante pronuncie unas cuantas sílabas que luego no se van a entender nada, a mí no me interesaba como presupuesto. A pesar de los ejemplos, y muy ilustres, de la literatura operística del siglo XX, donde la voz es tratada como un instrumento más. Y menos para la ópera que, como se ha dicho en numerosas ocasiones en este curso, es teatro, y por lo tanto sujeta a una acción dramática que ha de ser inteligible para el espectador. Pasé así varios años haciendo un trabajo bastante caótico, desorganizado, anárquico y muy autodidacta, estudiando lo que a mí me interesaba de la voz, para luego aplicarlo a la musicalización de textos. En una palabra: estudiando cuáles son los aspectos musicales del lenguaje hablado.
Me encontré con muchas sorpresas. En realidad es un asunto muy poco tratado; o yo desconozco tales estudios, o se ha estudiado de forma poco adecuada, al menos desde el punto de vista del músico. Porque todo lo que yo veía no me convencía, pues me parecían aproximaciones muy descriptivas pero que no entraban en el meollo de la cuestión, algo lógico por otra parte, pues la mayoría de los análisis existentes eran obra de filólogos con poca formación o interés musical. Dejando a un lado la semanticidad, está además todo el problema de los acentos, los ritmos, entonaciones, dinámicas... aspectos que un músico puede percibir de forma mucho más pragmática que un filólogo, y sacar conclusiones para trabajar con ellas, elaborar a partir de ellas un producto artístico, manipular artísticamente los conocimientos adquiridos. Y cuando ya consideré que estaba más o menos preparado, lo puse en práctica en todas mis obras vocales a partir de ese momento. Este lapso duró diez años, durante los cuales yo no escribí absolutamente nada para la voz.
De todas maneras, el tema de la ópera, siempre desde esa experiencia de Ligazón, me infundía mucho respeto. Pero el Círculo de Bellas Artes de Madrid me hizo una propuesta para la reinauguración de su teatro, la Sala Fernando de Rojas, y su voluntad era hacer una ópera, algo solemne que sirviera para la reapertura de una sala que había tenido mucha tradición en Madrid. Yo no acepté componer una ópera de gran formato, pero planteé otra cosa: un espectáculo escénico-musical titulado La raya en el agua (septiembre de 1996). un espectáculo al que Juan Ángel Vela del Campo se refiere como "variedades', definición que a mí me parece perfecta. Naturalmente, no son unas variedades tipo el Oasis de Zaragoza, pero el formato si es a base de cuadros, escenas, aisladas y sueltas, con un aglutinante común, pero independientes e incluso combinables (luego, algunas de esas escenas, han tenido vida propia y otras han sido reelaboradas de diferente manera...). En ellas se mezclaba danza con música, con teatro, con poesía recitada, en una sucesión de veintiún escenas, tantas como tiene La Celestina de Fernando de Rojas, tomada como pretexto estructural para esta obra.
La raya en el agua tuvo muchísimo éxito y gran resonancia, aunque no se ha vuelto a representar, dadas sus complicaciones escénicas, y al poco tiempo recibí la llamada de la Fura dels Baus que, instigados por Juan Ángel Vela del Campo, manifestaron su interés en mantener una entrevista conmigo de cara a un nuevo proyecto. El grupo estaba rodando su aventura escénica aplicada al oratorio, pues ya habían hecho La Atlántida, estaban trabajando en El Martirio de San Sebastián y en La condenación de Fausto, pero querían dar el salto a la ópera, y no con un título de repertorio, sino 'de nueva planta'. Y eso es lo que hace señaladamente atractivo todo el proceso original de producción de esta ópera: que parta del empresario y no de los autores.
A la propuesta, obviamente, no se podía decir que no, habría sido una locura. Y yo, después de La raya en el agua, me encontraba bastante capacitado para abordar el género. Comenzaron las conversaciones, primero con Alex Ollé y Carles Padrissa, y más tarde con Justo Navarro, desarrollándose después las sesiones de trabajo entre Nerja y Madrid, pero ya a distancia. Si Justo Navarro dice que no estaba preparado para escribir el libreto y que le sobran veinte páginas, yo no estoy en absoluto de acuerdo. A medida que él me iba entregando el libreto yo me iba entusiasmando cada vez más con aquel proyecto, porque encontraba que era un tratamiento del texto muy sugestivo, muy poético, muy metafórico y que a mí me iba a las mil maravillas. Seguramente él, ahora, con su experiencia y como autor del libreto, tiene otra visión de la ópera muy distinta a la mía; para él la ópera es teatro y para mí es teatro puesto en música. ¿Qué prima más? Yo creo que el género es lo suficientemente elástico. como para permitir que se estire hasta donde se quiera llegar, con tal de que cada uno de los conjuntos que lo integran (para mí la ópera es una descomunal intersección de conjuntos: música, texto, escenografia, iluminación, puesta en escena, etc., etc.) observe y respete el necesario rigor de sus respectivos condicionantes. De hecho, en cuanto prima uno sobre los demás es cuando la ópera, como género, peligra, exactamente igual que peligra cualquier otro género que aglutine distintos componentes.
Sí que había una reticencia inicial, que Justo Navarro ha expuesto desde su punto de vista como novelista y yo expondré desde mi punto de vista de compositor. Navarro afirmaba que el escritor controla, o por lo menos se hace la ilusión de controlar, hasta el último momento lo que quiere plasmar por escrito, y antes de entregar la obra al editor selecciona a su antojo. Y se encontró con que esto no era así, sino que su ritmo creativo tenía que estar supeditado a una serie de ritmos creativos que no siempre eran coincidentes: el mío, el de las ideas que iba lanzando La Fura para que la cosa fuera por donde ellos la querían llevar... El resultado era un poco de síntesis de fuerzas, un movimiento compuesto, como se denomina en física. A mí me pasó algo parecido; a todo compositor le pasaría algo parecido.
Además, si se hace un repaso general de la evolución de la composición, especialmente en los últimos cincuenta años, se verá que el afán del compositor es controlar al máximo todos los parámetros de la composición: todos. En la época de Bach eran el ritmo y las alturas, pero después empezaron a surgir otros parámetros sobre los cuales el compositor empieza a establecer un control cada vez más riguroso: las dinámicas, los timbres, etc. El paradigma de todo eso es lo que se llama serialismo integral, una corriente que surge en los años sesenta y que dura casi dos décadas, en la cual los compositores creen que lo controlan todo, porque todo está supeditado a su voluntad en la partitura. Luego no es así, ni mucho menos, y resulta un problema enormemente interesante porque incide de forma directa en la ya aludida elasticidad de los géneros antes mencionada. Pero cuando se mete en la composición de una ópera y se da cuenta de que ha aceptado participar en una producción que es colectiva y en la cual él es solamente una parte, entonces ya suele ser demasiado tarde para dar marcha atrás y debe hacer un ejercicio de humildad, para salir adelante de forma airosa. Una vez que Justo Navarro me entrega el libreto yo compongo la música y la entrego a La Fura dels Baus, y desde ese momento yo soy el músico de La Fura y él es mi libretista. Y hay que aceptarlo así, sobre todo con una compañía con tanta fuerza, con tanta potencia creativa y con tanto tirón.
Pero, por otra parte, el gran atractivo de esta aventura era, precisamente, La Fura dels Baus. No sólo por lo que suponía de tradición acumulada durante años de propuestas escénicas atrevidas, interdisciplinares, interesantes, escandalosas muchas veces, sino por la perfección tecnológica a que estaban llegando. Y sobre todo por el hecho de que una compañía ya consolidada, con casi veinte años de existencia, diera un giro de 180 grados en su estética y se volviera hacia la ópera como uno de sus objetives. Desde el punto de vista de un compositor la situación era muy atractiva. Así pues, yo no tuve ninguna duda, como tampoco la tengo ahora: el producto final no era lo que yo esperaba, pero estoy muy contento con lo que se hizo, pues se parece mucho, en un elevado porcentaje, a lo que yo tenía en la cabeza y en parte del tanto por ciento restante, incluso, lo mejora. En otras cosas no, que es lo que, lógicamente, acaba pesando.
Ya he adelantado que el libreto de Navarro estaba lleno de sugerencias que para un compositor, como es mi caso, venían al pelo. sobre todo en lo relativo al tipo de producto artístico que yo estaba intentando realizar. Que era un acercamiento a la ópera sin una preocupación excesiva por el aspecto teatral. Evidentemente, toda ópera debe tener un aspecto teatral, y debe respetarse una cierta agilidad en este sentido, pero ya he dicho antes que mientras los géneros sean reconocibles -mientras se respeten unos mínimos de acción, de representación- el objeto artístico funciona. No hay que esperar ver en una ópera del siglo XX las convenciones teatrales de una ópera del XVIII: personalmente creo que la ópera hoy, al menos la que a mí me interesa, debe ir más por el camino de someter a la reflexión del oyente determinados aspectos de la creación, sin perder de vista que todo eso se tiene que representar, porque si no dejaría de ser una ópera.
La cuestión estriba en saber hasta dónde llega la elasticidad del género. Antes hablaba del serialismo integral, cuyo planteamiento creía ser muy riguroso dado que todo su procedimiento de creación estaba previsto por el compositor de antemano y luego no había más que realizarlo, con mayor o menor imaginación. Pero lo que en principio resulta una pretensión muy válida, en el sentido en que todo esté rigurosamente regido por el criterio del compositor, con el tiempo se ve que no es así, y que presenta numerosos resquicios, sobre todo en lo relativo a los parámetros menos controlables, más difíciles de someter a una norma, como son las intensidades (siempre subjetivas) y el timbre. Precisamente, a través de este último resquicio es por donde, en un momento determinado, al serialismo integral se le cuela su anticristo, que es la música espectral. Un procedimiento compositivo que es, al mismo tiempo, la antítesis y la otra cara de la moneda de ese concepto estético, al considerar que en el fenómeno físico del sonido existen una serie de impurezas tímbricas, de conflictos internos entre los distintos armónicos, que hasta ese momento habían sido anulados por los compositores, y que ahora son recuperados, reivindicados, como aspectos intrínsecos de la propia calidad del sonido.
Todo esto viene a cuento de que lo que creemos a menudo muy riguroso no lo es tanto, sino que presenta una elasticidad que permite estirarlo hasta cierto punto, un punto que, sobrepasado, hace que aquello se rompa y pase a ser otra cosa. Yo creo que con la ópera sucede algo parecido: la ópera es teatro, pero también es música; mientras la música conserve su peso especifico y la parte de teatro que hay en la ópera se mantenga, el género seguirá siendo válido por los siglos de los siglos. Si lo que queda solamente es teatro y la música se convierte, simplemente, en unos cuantos chispazos, entonces la ópera como género no tiene sentido. Y si lo que prima es sólo la música y el texto se desprecia hasta el punto de anularlo o desintegrarlo fonéticamente, entonces el resultado tampoco será ópera, por mucho que el producto se lleve a un escenario y se revista con ropajes deslumbrantes o decorados fastuosos. Lo que cuenta es que cada uno de los géneros que intervienen mantenga hasta donde es posible su fisonomía, su personalidad, y que no se deje desintegrar por los demás. En este sentido, Don Quijote en Barcelona está salvada, pues lo que es la música, mi contribución, queda preservada: la música funciona lo que tiene que funcionar en una ópera y, al mismo tiempo, el libreto -a pesar de la opinión de su autor- sirve como debe hacerlo.
¿Y cómo debe servir? Durante el proceso al que yo me sometí al estudiar cómo se producen en el lenguaje hablado los llamados rasgos suprasegmentales (entonación, acentos, etc.) para tratarlos musicalmente, descubrí que el asunto era relativamente sencillo. Lo que cuenta en la cadena hablada, para que tenga un determinado sentido, es la sucesión de los acentos, y la sucesión de los acentos es lo que rige la curva melódica y lo que rige el ritmo que hay entre acento y acento. Eso se puede estudiar desde una perspectiva simplificada, sin dar importancia a lo que ocurre entre acento y acento o, como lo oye un músico, concediéndole toda la importancia. Mi conclusión es que lo verdaderamente importante no reside en los acentos sino en lo que pasa entre ellos, precisamente para que los acentos se perciban como tales. Aquí también se produce la linealidad de la curva melódica en los puntos fuertes; es decir, se produce como un esqueleto que une unos acentos con otros (una sucesión que en el lenguaje hablado suelen ser intervalos de segunda).
Asimismo, otro punto de interés máximo radica en el registro en que se enuncia el discurso hablado, que es lo que hace que aunque no entendamos un idioma sepamos aquello que los lingüistas llaman 'universales -si el carácter general de su enunciado es afirmativo, increpativo, interrogante...- Es curioso, porque los grandes compositores de la Historia anteriores al siglo XX, cuando han querido imitar en las óperas la lengua hablada, han operado justo al contrario de cómo ésta lo hace. Quizá por la pretensión de buscar un contraste con el canto, suelen mantener la voz en una sola nota del registro medio como si de una salmodia de un tenor litúrgico se tratase, y la sostienen indefinidamente.
Pero volviendo al argumento principal, una vez obtenido el conocimiento necesario sobre todos estos aspectos que me interesaba extraer para poder manipularlos, encontré que el texto proporcionado por Justo Navarro, como texto de ópera, me resultaba francamente sensacional. Era lo que necesitaba en ese momento, porque posee el punto exacto para justificarse como teatro: hilo argumental, agilidad escénica y momentos de reflexión, todo ello en un entramado cuajado de numerosos juegos a base de aliteraciones, repeticiones fonéticas... que confieren una extraordinaria riqueza literaria al conjunto.
El trabajo entre ambos fue muy cordial, aunque con ritmos muy distintos, de tal forma que en algunos momentos eso provocó situaciones curiosas: llegó un momento en que yo había terminado ya el primer acto y estaba esperando a que Justo me entregase el segundo porque el gran problema de esta ópera fue que había que hacerla a contrarreloj, pero como no lo hacía seguí componiendo y le daba instrucciones (sabiendo por dónde quería ir La Fura) para que se acoplara a mi música. Entonces, para las arias de Don Quijote con que se cierra el segundo acto, recurrimos a lo que en literatura se denomina 'monstruo', de tal forma que yo le daba un pie falso, un texto falso, y entonces él a partir de sus acentos, escribía un texto definitivo. Lo que sí me pidió es que no le diera un texto con sentido, porque eso le podría condicionar, cosa que es muy razonable, prefiriendo series de números. Así, por ejemplo, la serie «dos tres dos seis, tres catorce dieciséis, veintidós», se convertiría en «yo sé quién soy, y no soy quien quiero ser, y lo sé».
El primer acto de D.Q. es el que proporciona las claves de toda la ópera. Se desarrolla en el año tres mil y pico, cuando ya nadie sabe lo que es un libro, en el marco de una casa de subastas de Ginebra especializada en objetos del pasado de un valor incalculable, que pueden ser desde el Corazón de Jesús hasta la Tumba del Rey Arturo. Se presenta entonces a los asistentes a la subasta, todos ellos «amantes de la ópera y las antigüedades», una máquina -la «localizadora temporal de maravillas antiguas» que se programa y se envía al pasado para que, escarbando entre capas de tiempo, se haga con el objeto programado para llevarlo a la subasta. Así surge el libro. De entre los asistentes se pregunta por Don Quijote, se programa la máquina para que vaya al pasado a buscar un ejemplar, pero la máquina no trae un libro, sino al personaje. Y precisamente lo capta en el momento en que éste está bajando a la cueva de Montesinos (capítulo XXII de la segunda parte). Don Quijote cree que está entrando en la cueva de Montesinos, pero en realidad está siendo abducido y sería subastado y adquirido por un millonario de Hong-Kong como regalo a sus hijas, que le encierran en una jaula de aire y tiempo.
Este planteamiento, para La Fura, para Miralles y para mí estaba lleno de sugerencias y, de hecho, la jaula acabó convirtiéndose en el icono de D.Q.: la estructura de un zeppelin de diecisiete metros en cuyo centro se ubicaba la esfera en donde estaba enjaulado Don Quijote. Una jaula de aire evidenciada en la estructura sin recubrir de la aeronave, y de tiempo, lo que encaja perfectamente los elementos formales (alternancia entre recitativos y arias; un scherzo a la antigua usanza, en metro ternario; un pasacalle; un gran pasaje coral...), el segundo acto es mucho más reflexivo, y el tercero es como un gran divertimento. Una estructura que se ajusta a la de las sonatas en tres movimientos del período clásico.
Por otra parte, en D.Q. había como sintetizado del Quijote lo que en el fondo, seguramente, había animado a Cervantes a escribirlo, que era una superparodia de todos los libros de caballería que circulaban entonces. Hoy día, yo, personalmente, no he leído ni uno sólo de los títulos que cita Cervantes; pero es igual, el Quijote se mantiene como obra, sin esas referencias. Pues bien, en D.Q. hay una parodia triple: a la ópera como género (la partitura está llena de guiños y de citas: una armonía de Tristán, el primer acorde de Las Bodas de Figaro, un fragmento de Parsifal...), especialmente en el primer acto; al Quijote como libro y al patetismo del personaje en el segundo acto; y finalmente al 'metaquijotismo" (todo lo que se ha escrito y especulado, estudiado y analizado sobre esta obra) en el tercero.