Elogio de la fotocopia

(Artículo publicado en la revista Doce notas correspondiente a los meses de febrero-marzo de 2000)


La edición es, sin duda, una de las muchas asignaturas pendientes que la música contemporánea, en general, y la española, en particular, arrastran desde hace decenios y le impiden "promocionar" a su plena normalización, tanto entre el público como entre los propios intérpretes. Sin su difusión entre estos últimos a través de ejemplares impresos que, tarde o temprano, puedan acabar generando un hábito de lectura y favoreciendo así su interpretación, difícil será que la música contemporánea se programe en la medida suficiente para paliar, mediante su mayor divulgación, su dificultad intrínseca de percepción y comprensión.
Por añadidura, y si bien el compositor poco puede hacer por intervenir directa o indirectamente en la programación -a no ser que, por ciertos privilegios, tenga una cierta capacidad decisoria sobre la misma- de los diferentes ciclos, temporadas y festivales, sí suelen tenerla -y mucha, sobre todo en estos últimos cuando están especializados en la creación contemporánea- las poderosas e influyentes editoriales que, naturalmente, favorecen la presencia de los autores cuyas obras han adquirido y con los que comparten, durante toda la vida de estos y, tras su muerte, durante los años de propiedad legalmente estipulados para sus herederos, la parte de los derechos de autor que, mediante contrato, se haya convenido.
Pero el número de autores acogidos al cálido abrigo de un editor es mínimo, por lo que la mayor parte de los compositores -entre los que me cuento, ya que, salvo unas pocas obras de mi catálogo, la gran mayoría permanecen sin editar- debe resolver a su manera el tremendo problema que supone una difusión de las obras compuestas que asegure su supervivencia más allá de su creación y su primera audición.
Sabido es que de la fiesta se opina según le vaya a uno en ella. Entiendo y comparto plenamente la ira de los editores contra la fotocopia, cuando ésta atenta gravemente contra sus intereses y llega hasta a disuadirles (saturados como están de música contemporánea "para reciclar" en sus almacenes) de acometer nuevas ediciones; pero afortunadamente, los compositores "huérfanos" de editor disponemos, gracias a la fotocopia, de un procedimiento eficaz y asequible de poder difundir nuestra música, aunque no podamos salir por esa vía de un terreno doméstico, similar al de la "difusión por amistad" que utilizan algunas empresas editoriales especializadas en la venta a domicilio. Lo que, en todo caso, es para mí motivo de reflexión, es que no le va mucho mejor a mi música editada, a juzgar por las liquidaciones que, muy de tarde en tarde, recibo. ¿Entonces?
¿Es verdaderamente necesaria la edición para un a música que, incluso editada, es deficitaria por escasamente demandada? O, dicho de otra forma: ¿es verdaderamente necesaria la edición para garantizar la supervivencia de la obra, como lo era hasta, pongamos, la primera mitad del siglo XX? Personalmente me debato desde hace tiempo en esa duda, sin que hasta ahora me haya atrevido a dar el paso de poner con ella y, con ello, los derechos que pueda producir en el futuro, en otras manos distintas de las mías. La experiencia que, en ese sentido, he heredado de mi ilustre abuelo ha sido más bien negativa -contratos leoninos, obras hace años agotadas y nunca reeditadas...-, y ello, unido a la mía propia, contribuye a que me resista a ciertas prácticas y usos que no me inspiran demasiada confianza.
Por todas esas razones, me mantengo desde hace tiempo en una especie de autoedición casera que, con la fotocopia como soporte básico, ha hecho posible hasta ahora que mis obras hayan podido llegar a todos cuanto han tenido interés en ella y han podido hacérmelo saber. Esta última premisa es, naturalmente, el principal punto flaco del asunto: ¿cómo hacerlas llegar a aquéllos a quienes interesan, pero que no pueden o no saben cómo hacer para comunicármelo? Es decir, que por mis propios medios y con todas las limitaciones imaginables, derivadas de haber elegido la dirección contraria a la habitual, he llegado al mismo callejón sin salida con el que se han topado algunas grandes editoriales: la distribución de los fondos, que eficazmente organizada debería garantizar la presencia de las obras de sus autores en los establecimientos dedicados a la venta de música impresa (lo que no es, ni muchos menos, así en la mayor parte de los casos: nunca olvidaré una ocasión en que el establecimiento al que me dirigí para adquirir una determinada obra tardó semanas en poder suministrarme, tras el correspondiente pedido... una fotocopia de la misma, remitida por la propia editorial -no española, por cierto-).
Mientras llega la respuesta iluminada, me complazco imaginando algo que, como buen devoto de Julio Verne que fui en mi adolescencia, no creo imposible, aunque en parte sí algo lejano todavía: la difusión del catálogo de obras, con el máximo de información acerca de las mismas (plantilla, duración y cualesquiera datos de interés para los posibles intérpretes), a través de Internet, y la sustitución del papel impreso original por el soporte informático, para, tras la preceptiva autorización del autor y el abono en cuenta de la cantidad estipulada por parte del usuario interesado, ser trasladada a su propio papel a través de su propia impresora. La primera parte de este futuro informático ideal, la relativa a la utilización de la red como vehículo de difusión de las obras, es ya una feliz realidad, al ser práctica habitual de numerosos autores o de las entidades encargadas de la gestión de sus derechos.
En todo caso, aceptar la condena a priori de la fotocopia que propugnan tan drásticamente los editores supondría reconocer implícitamente todos los inconvenientes y ninguna de sus ventajas. Creo que, en lugar de centrar el debate en cómo erradicar tan terrible peste, sería más últil -y no digamos más ético- abordarlo por el lado positivo, y llegar, a través de la correcta educación de nuestros hijos y alumnos, a un uso razonado, y nunca a un abuso indiscriminado, de la fotocopia como un procedimiento eficaz para alcanzar lo que por otros medios resulta inviable. Pero para ello me parece imprescindible que educadores y editores lleguen a una componenda que lo haga razonable: a nadie le importaría pagar un poco más por el placer de disfrutar de una obra bien editada y encuadernada (personalmente, abomino de gusanillos, canutillos y espirales), y desde las aulas sería fácil inculcar en los alumnos el amor a la música legalmente impresa, si los editores y establecimientos de música acordaran fijar unos precios razonables, en lugar de encarecer cada vez más el producto para contrarrestar las supuestas pérdidas que el nefasto vicio de la fotocopia comporta. Porque una cosa es evidente: la música es en general cara, y en lo mayor parte de los casos injustificadamente cara, lo que arbitrariamente varía de unos editores y de unos países a otros. Y, si no, ahí están para demostrarlo las ediciones francesas, cuyo precio era ya desorbitado desde muchos años antes de que la fotocopia se hiciera toner y papel y habitara entre nosotros.